Ya desde que empezó a acercarse tímidamente a la entrada del edificio, no pude evitar sospechar de su extraño comportamiento.
Caminaba de forma rígida: la parte superior de su cuerpo inmóvil, sus pies alternándose ligeramente. Una marcha en aspecto poco natural para un ser humano. El ritmo de sus pasos provocaba la falsa impresión de que caminaba con prisa, pero su trayectoria demostraba que no tenía una meta fija. Caminaba desviando continuamente su mirada a cada lado, hacia atrás, e incluso hacia arriba, como si tuviera miedo de estar siendo observado desde algún lugar. En fin, la actitud y la apariencia de alguien que esconde algo y teme ser descubierto.
Inmediatamente después de que ingresó al establecimiento, tomé mi intercomunicador y susurré algo que no puedo recordar; pero seguramente sugería a mis colegas mantener observado al joven que acababa de entrar.
Recorrió rápidamente cada pasillo de cada piso del centro comercial, mirando constantemente en todas direcciones, pero sin mostrar interés en las cosas que veía.
En su mano derecha sostenía un teléfono celular en el que miraba la hora una y otra vez. Quizás debía encontrarse con alguna persona… en algún momento… en algún lugar. Pero yo sabía que ocultaba algo más, aunque no sabía qué exactamente. El hecho de que se sintiera tan inseguro era lo que me hacía sospechar de él, de una manera casi rencorosa.
Después de que terminó de recorrer por completo el lugar, con un aspecto más de aburrimiento que de cansancio, tomó asiento en uno de los bancos distribuidos a lo largo de los distintos pasillos y empezó a mirar su celular. Varios minutos pasaron y no parecía que fuera a reunirse con alguien. Miraba la hora tres o cuatro veces por minuto y de vez en cuando parecía que se ponía a hablar solo.
Aunque nunca me miró directamente, siempre supo que había estado observándolo desde el principio. Él sabía que lo estaba observando y yo sabía que él lo sabía.
Sabía que ocultaba algo… Pero alguien como yo jamás podría llegar a comprender del todo la clase de horrores que un demente como él podría estar escondiendo bajo esa apariencia de fragilidad e inestabilidad.
Después de quedarse absorto y en silencio durante algunos minutos, miró por última vez la pantalla de su teléfono. Se puso en pie y habló solo nuevamente:
—Ya es hora —dijo en voz baja.
Continué observándolo con desconfianza mientras se dirigía hacia la salida. Tenía que detenerlo; no podía dejar que escapara tan fácilmente.
Tan pronto cruzó la puerta de salida me dispuse a seguirlo. Di el primer paso, el segundo; hubo una explosión y el tercero fue un tropiezo. Todo el suelo se sacudió por un instante.
Sosteniendo mi cabeza con ambas manos, aturdido completamente por el estruendo, me di vuelta para descubrir el origen de la explosión.
Toda la estructura posterior interna del edificio había sido derrumbada. Una montaña de escombros, escondida bajo una cortina de humo y polvo, gritaba auxilio con la voz de una docena de visitantes que yacían aún con vida.
Sin pensar en nada corrí tan rápido como pude; pero antes de alcanzar la salida, una segunda explosión me interrumpió de nuevo.
Inmediatamente, todo se puso completamente oscuro.
La próxima vez que se supo algo de mí, me encontraba de pie frente a la entrada principal del centro comercial, aturdido y con una herida grave en el pecho.
Mientras trataba en vano de detener la hemorragia cubriendo el agujero en mi pecho con mi mano derecha, noté que a unos pocos metros de allí se alejaba lentamente el culpable de todo esto, caminando tranquilamente con sus manos en los bolsillos, con la serenidad que sólo se me ocurriría atribuir a alguien que siente que acaba de quitarse un gran peso de encima.
No podía dejarlo escapar, así que empecé a caminar tras él. Como si hubiera adivinado que lo seguía nuevamente, comenzó a apresurar sus pasos de repente.
La tranquilidad no le duró por mucho tiempo. Estaba aterrado porque trató de matarme y se dio cuenta que no podía hacerlo.
Había pensado que me eliminaría con un par de explosiones, pero estaba equivocado. Lo único que logró fue enfurecerme espantosamente.
Quiso matarme porque soy su padre —o, por lo menos, me veo exactamente igual a él— y me odia por eso. Me odia porque abusé de él durante su infancia, porque asesiné a su madre y luego me suicidé, dejándolo completamente solo.
Con sus rodillas temblando por el terror, empezó a correr cada vez más y más rápido, tratando de alejarse de mí. Corría desesperadamente sabiendo que lo seguía pero sin atreverse a mirar atrás.
Finalmente dio vuelta en una esquina y entró en un edificio residencial. Justo unos segundos después que él, entré al mismo edificio sin que el guardia se percatara de mi presencia.
En el momento en que entré, el ascensor acababa de cerrar sus puertas para empezar su ascenso con el muchacho dentro, pero yo sabía exactamente en qué piso lo encontraría.
Empecé a subir corriendo por las escaleras de emergencia y un minuto después finalmente aparecí en el corredor del cuarto piso.
Frente a la última puerta del pasillo, se encontraba él, rogando silenciosamente que desapareciera mientras trataba desesperadamente de meter la llave en la cerradura.
Con sus manos temblando y llenas de sudor, por fin consiguió abrir la puerta justo un segundo antes de que lo alcanzara. Entró de prisa a su departamento y azotó la puerta detrás de él.
Desde el otro lado de la puerta, empecé a forcejear con ella y a golpearla fuertemente.
—Déjame en paz… déjame en paz… déjame en paz —repetía en un susurro interminable mientras se dirigía a la cocina para servir un vaso de agua…
Continué golpeando la puerta con fuerza, tratando de derribarla, pero estaba empezando a sentirme cada vez más débil… Uno de mis brazos se desvaneció en el aire, pero seguí golpeando la puerta con mi otro brazo… Seguí golpeando, pero con cada golpe mi brazo parecía perder una capa de su materia. Los golpes se fueron haciendo cada vez más suaves hasta que mi otro brazo terminó desvaneciéndose también…
Era la hora de tomarse su medicina y, aunque no creía que le ayudara de mucho, sabía que no había nada más que pudiera hacer. Sin dudarlo, se tomó la pastilla con el primer sorbo de agua.
Una de mis piernas ya había desaparecido también, así que simplemente dejé caer mi cabeza sobre la puerta, haciendo sonar un último golpe. Y antes de desvanecerme enteramente, solté un grito con voz distorsionada:
—¡Déjame entrar…!